sábado, 20 de septiembre de 2008

A la mujer desconocida

De camino al trabajo, en un semáforo en rojo, coloqué mi Vespa al lado de un turismo conducido por una mujer de mediana edad. Y una mirada rutinaria durante la espera, descubrió, llenándome de perplejidad, que aquella mujer estaba llorando.
Atónito, pude contemplar sus desconsoladas lágrimas, sus hipos, sus lamentos….

¿Cuál sería la causa? ¿Acababa de fracasar su matrimonio?, ¿Se le había muerto un hijo?¿ Le habían diagnosticado un cáncer?
Al mirarme, interrumpió unos instantes sus sollozos para, a continuación, retomarlos con más fuerza.

Por un segundo, me sentí parte de un extraño cuerpo místico sobre ruedas, de una colectividad de soledades difusas, de un tétrico club de seres tristes, y, sin poder evitarlo, se desarrolló en mi alma una sincera solidaridad con aquel desconsuelo que,- a mi lado-, fluía entre los tubos de escape.

A través del casco, los sentimientos percutieron inmisericordes mi cerebro, y me asaltaron unas tremendas ganas de indicarle que bajara la ventanilla, manifestarle que quería darle un abrazo, un beso, que supiera que, aunque no la conociera de nada, me tenia de su lado, que la quería, que fuera lo que fuese lo que motivara su llanto, me tenía de su parte, me unía a ella, a su infortunio, a su tragedia.

Deseé sentirme como un guerrero medieval de visera ahumada rescatando a su doncella, un Quijote dispuesto a secar sus lágrimas, un pañuelo motorizado, un Dani Pedrosa redentor…

Vislumbré su soledad entre el tumulto, su escandaloso desamparo, su anónima desesperanza…pero en nada cambió mi cobarde inhibición, mi renuncia reflejada en la impotencia de un puño crispado sobre el acelerador que busca la huída.

Y el semáforo en verde me dejó con el regusto amargo del que contempla un tren que pasa, un tren que no permite modificar su trayectoria, que no admite descabalgarse del raíl de su destino.


Sumidos en el tráfico endiablado y enervante de la vida:Deseas ayudar a alguien de veras, pero al final, inhibido y confuso, ni tan siquiera lo intentas, y es que el ritmo frenético de la existencia te impide detenerte.


Y es entonces cuando el semáforo se abre sin remedio y obliga a cada uno a seguir con su tristeza adelante.

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