Siempre que contemplo el cielo estrellado, surge en mi cerebro- como si de una punzada se tratara- la inevitable pregunta: ¿Qué demonios hago yo en medio de esta inmensidad?
Pero cuando esta pregunta se hace a 1000 metros de altitud, en medio de un silencio sobrecogedor, en una aldea perdida en las estribaciones del sistema ibérico, la cuestión adquiere un notable dramatismo.
Y en esas estaba yo, queridos blogueros, aunque denominar aldea a un breve conjunto de una iglesia, dos fuentes, tres casas y cuatro gatos, se me antoja un exceso literario.
Pero sé de sobra que, curiosos como sois por naturaleza, os interrogareis acerca de cómo fueron a parar mis huesos a tan alejado paraje.
Y yo os lo explicaré con dos palabras: Por amor.
Porque, sabedor de la ilusión que le hacen a la señora Lorz los eventos ecológicos, accedí a acompañarla a unas “Jornadas del Agua” que se celebraban en tan recóndita zona.
Abierta la mente a nuevas experiencias, y cerrado el estómago por el hambre atrasada de 8 horas de viaje, llegamos a la hora de cenar. Dejar la maleta y ponerse a la cola del buffet fue todo uno. Mi media naranja, con una mirada sospechosamente tierna, me ambientó la espera:
-Tordon, hay algo que no te he explicado…
Atento como estaba a las viandas y al menaje, no presté mucha atención a lo que trataba de explicarme.
Pero ella insistió:
-Me he olvidado de advertirte que aquí la dieta es rigurosamente vegetariana…
Por un instante un escalofrío me recorrió la espalda, pero pronto comprendí que mi ecológica pareja me estaba gastando una broma, porque a lo lejos, en los recipientes del otro extremo de la barra, unas magníficas albóndigas me contemplaban en actitud lujuriosa.
Así pues, con paciencia, como el cazador que acecha a la presa, fui aproximándome a mi suculento destino, añadiendo al plato, -más que nada para disimular-, algo de lechuga, tomate, cebolla, calabacín, remolacha, brócoli, espinacas y coliflor, insulsos vegetales que, en buena lógica, servirían de guarnición a las deseadas y suculentas albondiguillas.
Tenía mucha hambre, de acuerdo, pero creo que me excedí en el número de esféricas unidades que añadí a mi florido plato.
Pero al primer bocado comprendí con amargura que mi señora no me había mentido, percibí el cruel engaño, entendí en toda su crudeza el viejo dicho que asegura que “las apariencias engañan” y que el sabor de aquel conglomerado de avena en nada recordaba al soñado y sabroso vacuno.
Y ahí me encuentro yo, estimados blogueros, rodeado de albóndigas de pega, envuelto entre aquellas fibrosas pelotas, rumiando (nunca mejor dicho) mi dolor a solas...
No, a solas no, porque, para más inri, se sentó a mi lado un beligerante activista que no hacía más que recordar el desperdicio irresponsable de los recursos alimenticios del primer mundo. No sé, pero tengo la sensación de que mientras pronunciaba su encendido discurso, revisaba de reojo mi plato rebosante de farináceas esferas.
Y así, lentamente, pensando en las bondades que aquel engrudo aportaría a mi colesterolemia, y, más aun, a mi tránsito intestinal, fui deglutiendo lentamente las insípidas pelotillas.
Menos mal que de postre-¡oh cruel destino!- nos sirvieron una ascética manzana asada.
Pero – como bien sabéis- soy un hombre de voluntad férrea, un individuo inasequible al desaliento, un tipo voluntarioso que no se rinde ante los obstáculos y, así, cuando se nos señaló amablemente la dirección del bar, bien pensé que tan frugal colación bien podría suplementarse con un generoso whisky que me ayudara a olvidar las penas y el hambre.
E iba yo pensando si escogería un Chivas o un Cardhu, ya que, al no haber desaparecido mis apetitos desenfrenados, al menos pudieran mis entrañas reconfortarse con la engañosa alegría de los destilados.
Pero mi esperanza se disipó como humo entre los dedos al comprobar que- en aquella surtida barra- mi elección quedaba limitada al té rojo, té blanco, té verde, té negro, té de rosas, té Puehr, té Roiboós, té Chá, manzanilla y menta poleo.
-¿Y dónde está el “te-mato”, querida señora Lorz?
-¡Mecagüen!
No pedí unas galletas para mojar en la valeriana porque, en el último momento, me entró la duda de si, por una más que probable sobredosis de cereal, no acontecería una reacción indeseada entre la avena de la albóndiga y el trigo de las María.
Y ahora comprenderéis, estimados blogueros, por qué al salir del local, triste y abatido, mirara al cielo y me preguntara –lleno de angustia e incertidumbre-el eterno y consabido lamento:
-¿Qué demonios hago yo en medio de esta inmensidad?